miércoles, 20 de mayo de 2009

El Disco debut

La morsa nunca logró ser bella. Se pasó la vida clavando sus largos colmillos en la tierra y la roca, buscando algo que presentía, algo que jamás encontró. Durante su infancia, mientras sus amigos jugaban o corrían, lo único que le interesaba era pasar a través de los espejos, entender qué había detrás de su propia cara asustada. Aunque no tuvo la suerte de Alicia, al menos aceptó que estaba esperando algo. Cuando llegó la adolescencia, pasó largas tardes otoñales de sentimiento sepia, buceando entre las palabras y las armonías que salían de aquellos discos inventados por cuatro alquimistas de voces raspadas y guitarras desteñidas. Quería encontrar pistas, señales que condujeran a otras pistas, quería comprender el laberinto de ese mundo de fantasía que le explicaba mejor su propia vida que aquellos profesores que se ponían en la fila, todos iguales, todos tristes. Entonces comprendió que ella misma, la morsa, era Paul. Al principio no lo pudo aceptar, porque también quería ser John. Caminó por las calles de Londres disfrazada de mendiga, gritó y lloró junto a otros ante las vallas de las fábricas, se detuvo ante las ventanas de las casas buscando la canción que estaba en su cabeza, la que nunca pudo escribir. Entró en los clubes, bajó a los sótanos, atravesó algunos bosques, y una noche de luna llena se acostó a dormir a la orilla del mar. La mañana siguiente llegó con la certeza de que la respuesta no estaba (nunca había estado) en las canciones. Pero al menos eran una buena medicina. La morsa no logró ser popular, pero nunca dejó de ser fiel a sí misma.

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